Monelle me encontró en la llanura por donde andaba errante y me tomó de la mano.
– No vayas a sorprenderte, dijo, soy yo y no soy yo;
Volverás a encontrarme y me perderás;
Una vez más acudiré a vosotros; porque pocos hombres me han visto y ninguno me ha comprendido;
Y tú me olvidarás y volverás a reconocerme y me olvidarás.
Y Monelle dijo también: Te hablaré de las niñas prostitutas, y sabrás el comienzo.
Con estas palabras empieza el misterioso y bello Libro de Monelle, publicado originalmente en 1894. El libro se basa en la historia real del amor de Marcel Schwob por una niña prostituta que enfermó de tuberculosis y murió a los tres años de conocer al autor. Schwob mantuvo en secreto este amor durante el tiempo que duró, y cuando la niña murió, se dedicó a vagar como alma en pena por la ciudad y a recalar en las casas de sus amigos escritores y artistas del París de la época. Más tarde, escribió el libro, y como si de un exorcismo se tratara, jamás volvió a mencionar a la pequeña Monelle (cuyo nombre real se supo que fue Louise) hasta el resto de sus días.
Como dijo Borges “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”. Igualmente secreto y perverso es este poderoso librito dividido en tres secciones: Las palabras de Monelle, Las hermanas de Monelle y Monelle. En su presentación, Monelle nos habla de otras niñas prostitutas amantes de otros escritores: la pequeña Anne, de Thomas de Quincey, o la pequeña Nelly, de Dostoievski, en quien parece inspirarse la inolvidable Sonia de Raskolnikoff. Las hermanas de Monelle se compone de pequeños cuentos delicados y brumosos dedicados a distintos modelos de niñas frágiles y enfermizas: la insensible, la soñadora, la sacrificada… Todas estas niñas son versiones de Monelle, vendedora de lámparas en las frías noches lluviosas, personaje huidizo y fascinante que juega con los niños y carga muñecas, retales sucios y dedales en su delantal, que sermonea al autor y le da lecciones sobre la conveniencia de no aferrarse a las posesiones, a las ideas, a los momentos, a la propia alma, a las formas antiguas.
El libro cobra una fuerza proverbial en estos pasajes: “Y Monelle dijo luego: Te hablaré de la destrucción. He aquí la palabra: Destruye, destruye. Destruye en ti mismo, destruye a tu alrededor. Haz lugar para tu alma y para las otras almas. Destruye todo bien y todo mal. Los escombros son similares. Destruye las antiguas moradas de los hombres y las antiguas moradas de las almas; las cosas muertas son espejos que deforman. Destruye pues toda creación proviene de la destrucción. Para lograr la bondad superior hay que aniquilar la bondad inferior. Y así el nuevo bien parece saturado de mal. Para imaginar un nuevo arte hay que destrozar el arte viejo. Y así el nuevo arte parece una especie de iconoclasia”. Monelle avisa a Schwob de los peligros de aferrarse al pasado, a los recuerdos, a las posesiones. Y sobre todo le avisa de que tal como apareció, ella desaparecerá. Y así fue.
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